martes, 29 de septiembre de 2015

De erizos y púas



Mi hija cursa segundo de primaria y está por cumplir siete años.

Hay un golpeador en su grupo. Golpea sobre todo a las niñas. Cada vez niega haberlo hecho.

La impotencia cuando nos cuenta que la golpeó es absolutamente física. Un impacto de furia contenida a la fuerza, el cuerpo tembloroso, necesitado de desquitarse con alguien. Mi hija llora y dice que no fue su culpa. Mi reacción es primitiva, de fiera lastimada y maniatada por la domesticidad, con voz quebrada y ronca. Mientras trago el enojo, y lo racionalizo para aconsejarla, me repito una y otra vez interiormente que no resolvemos físicamente nuestras diferencias. Creemos en el diálogo, en la capacidad de la educación para generar cambios de vida. El niño está en tratamiento, bajo observación, condicionado, pero sólo puedo pensar en la defensa corporal que me pide mi instinto, en recomendar una respuesta física, al menos un manazo, en aullar.

Cuando mi hermana y yo éramos niñas y le contábamos a mi padre que algún niño en la escuela nos había hecho algo, debe haber sentido lo mismo, porque inevitablemente enfurecía y nos recomendaba la estrategia militar de las cavernas: "con un palo, denle con un palo". Eso nos hacía reír, y responder de inmediato que no podíamos, que nos expulsarían de clases para siempre, que lo mataríamos. Pero también servía para sentirlo pendiente de nuestras cosas, sin minimizarlas o desoírlas.

En ese mismo momento yo también quiero decirle que le dé con un palo.

Mi hija está escolarizada desde los cuatro meses de nacida. Creció y aprendió a gatear, caminar y a controlar esfínteres en la guardería. Ha hacer la siesta con más niños, a defenderse de los que mordían por no saber hablar, a los que empujaban por torpeza. Nunca tuvimos que intervenir. Cuando pudo caminar y se caía, cuando era su cumpleaños y la celebraban, cuando tuvo el baile de graduación al pasar al jardín de niños. Cuando escogía mal a las amigas y la hacían sufrir. Cuando le gustaba un niño que no la prefería. Niñas y niños alrededor, más grandes y más chicos, más rápidos y más lentos, más alertas o menos estimulados. Amigas y amigos, cuates, y otros que no pasaron de ser simples compañeros de grupo, rostros olvidados de inmediato en las fotografías.

Pero alguien que golpeara porque sí, que mintiera no haberlo hecho, que causara miedo y enojo solo por existir, no hubo antes.

Mi esposo y yo hablamos con la maestra, con la directora, con otra directora, con la subdirectora. Al parecer en estos días es más fácil recibir apoyo como agresor que como agredido, modelo pedagógico incluyente que bajo la palabra tolerancia puede encubrir lecciones fatales de sometimiento o docilidad. Esperamos el cambio.

De niña recuerdo haber visto la película búlgara "Los erizos nacen sin púas". Era sobre un grupo de niños mayores que mi hija, camaradas que se metían en problemas y salían de ellos con travesuras y solidaridad. Me costó enormemente entender el título, o recordar que era al revés del dicho popular.

Tener hijos obliga a creer en la posibilidad. En la infancia como etapa donde todo está en proceso, cuando la plastilina humana se moldea para bien y para mal. La repetidísima imagen de los niños como esponjitas es fácilmente sustituible por la de los erizos. Que así sea, que haya cambio. Que el golpeador aprenda a comportarse en sociedad y a ser feliz, por su bien y el nuestro. La vida es un acto de fe.

Sin embargo por debajo está latente la duda, que como el miedo y la impotencia esconde un palo en la punta de sus dedos, y se apoya en fantasmas, por ejemplo, en la información disponible en páginas electrónicas donde la metáfora se desvanece o al menos deja de ser prometedora: "Los erizos nacen ciegos, sordos, sin pelo y sus púas están por debajo de la piel". Esperar que no emerjan.


lunes, 5 de enero de 2015

Reyes

Mi hija no quiere irse a dormir esta noche por esperar a los Reyes. La convenzo de que solo vendrán si se duerme. Les escribe un mensaje en un globo verde, lo deja sobre el árbol de navidad. Se duerme en segundos, milagrosamente. Por primera vez desde que nació, no tenemos el regalo perfecto desde semanas antes. Hubo que dedicarse a la vida, a viajar, a la familia, a celebrar, a enfermarse, a sanar. Me tocó buscar el regalo menos malo posible hoy en la mañana, este 5 de enero. Las jugueterías, abarrotadas de gente, paupérrimas de juguetes. Una, dos, cinco, ocho. En el reino del consumismo absurdo, los estantes repletos de baratijas plásticas parecían vacíos. Sin el Jenga que explota. Sin los monos locos. Sin la casa de las Barbies. Sin el camper de Peppa. Respiré hondo y pensé en su alegría con el triciclo de hace tres años, con la caja de bloques de hace dos, con la caja de juegos de mesa el enero pasado. ¿Y mañana? Antes de las siete, partimos rosca con los vecinos, compartimos tazas de chocolate humeante. Mi hija se puso a dibujar papalotes, piñatas, animales, lluvias de acrílico. No pude parar de recordar el día entero mis propias celebraciones navideñas. El olor dulzón e inusual de los pinos forasteros en el “invierno” austral que derrite el asfalto del Guayaquil de los años 70. La florería Vendome en la Avenida 9 de Octubre. Ir a buscar nuestro árbol de la mano de mi papá, adivinar la cercanía por el olor. Luego las reuniones familiares quiteñas con pocos primos todavía, misma década, el árbol en el gran descanso del segundo piso de la casa de los abuelos en La Floresta, hoy tan pequeño que no le caben sino tres libreros; los villancicos, las risas, los buñuelos y el olor de la miel. ¿Qué esperaba yo entonces cuando venían las navidades? Recuerdo la alegría de una casa de muñecas, de una batidora a pilas, de un juego de bingo con ánfora profesional. Pero sobre todo las cenas, los olores de la víspera y los del día siguiente, pavo humeando contra ceniceros llenos de colillas. Vasos con restos de whisky. Primos dormidos en los sofás, en cualquier orden. Y jugar, dormirse jugando, despertar para seguir el juego. ¿Merecerá el menos malo de los juguetes de la víspera una sonrisa luminosa de mi niña? Esperar a los Reyes, cuando la imaginación reemplazó a la fe hace décadas, y el santo a los milagros. Y sin embargo, el prodigio cotidiano de la vida, de la familia, de los lazos, del amor, aun y sobre todo en tiempos de desesperanza y días de extenuación. Es el espíritu de base de la civilización, insisto en pensar infantilmente, no bastan el autoritarismo, la coerción, la escalada del poder para querer seguir. Amar la vida, luchar por las sonrisas celebratorias, por la forja de recuerdos. Sigamos esperando a los Reyes y Papá Noel, que nos traigan un microgramo de paz, una brizna de afecto y de sosiego. Mi hija sigue recordando a un Baltazar de ocasión que le dijo hace tres años en un centro comercial que siempre pida en voz baja lo que desea.

martes, 18 de marzo de 2014

Migrar



Nací y crecí en Ecuador. Me mudé a los 21 años a México para estudiar allá, y al final fue donde hice una vida académica y personal: estudié, escribí, me empleé. Allí hice una familia ampliada de las de mis amigas, me enamoré, me casé, tuve una hija. Después de otros 21 años en México regresé a Ecuador con esposo e hija, por un año sabático y a despedirme de mi padre. Y ahora, cuatro meses antes del retorno, empieza el desgarro: México o Ecuador. La UNAM o la familia. La vida elegida o la que tocó en suerte. La matria o la patria.
Aborrezco las mudanzas. Siempre me he sentido sedentaria con disfraz de nómada. Me gusta viajar por unos días, visitar a la gente querida, vacacionar, volver. Las maletas y las cajas como mobiliario me dan vértigo. No pensé jamás en cambiar de país, menos aún hacerlo dos veces.
¿Cuál es ahora la tierra de mi hija? ¿Cómo vive el arraigo? Ecuador son su abuela y sus primos, su familión. México, su casa, sus amigos, su vida de ciudad: mucho antes de los tres años tenía el graffiti favorito, sabía la mejor ruta para llegar a la guardería y a la casa, dónde comer tacos y helados. A los cinco tiene dos pasaportes, dos acentos, dos grupos de amigos.
La nueva escuela mexicana no responde aún si la admiten, la tiene en lista de espera. La ecuatoriana la ha hecho tan feliz como nunca: dinámica, segura, integrada.
El marido mexicano prefiere Ecuador. La calidad de vida. La familia. Las oportunidades. Quito. Lo que rinde el tiempo.  
La esposa ecuatoriana prefiere México sin confesarlo: la tierra que la hizo adulta, trabajadora independiente, la ciudad para forjarse un nombre que no fuera heredado.

Dejar que sea el destino el que marque la cartografía: lanzar la moneda con los ojos abiertos, pensar y sopesar, esperar el momento justo para apostar en firme. Entender con el corazón y con el estómago la fortuna de las dos patrias.  Y dar el salto de a tres, agarrados de la mano, abierto abrazo de familia. Emocionados y exhaustos, juntos. Saber que tocará migrar, para uno u otro rumbo.   

martes, 22 de octubre de 2013

Babu, Babito, Babel


Cuando era niña estaba convencida de ser la hija de un semidiós. Enorme, dueño de la voz más potente, sano hasta la inmortalidad, fuerte hasta lo inimaginable, mi padre era una energía cósmica, más que un huracán, más que un terremoto. Llegaba a cualquier lugar a hacerse oír, a hacerse ver.

Al anunciarle el nacimiento de mi hija, mi padre renació. Del dolor y la amargura por un luto prolongado, sus ojos volvieron a llenarse de ternura, y mientras ella se desarrollaba en mi vientre, él le armó el más hermoso libro de bebé: rotulado con su mejor letra,  todos los pintores amigos que pasaron por su galería de arte durante esos meses hicieron a pedido suyo un apunte, un dibujo, un bosquejo, para la llegada de la anhelada nieta.

Mi padre vivió a veces su fortaleza hercúlea como una discapacidad. Sus manos, demasiado grandes, podían estropear por exceso, magullar el brazo de mi madre al sostenerla por evitarle una caída, romper unas copas al tomarlas con demasiada presión, apretar de más un tornillo y barrerle la rosca. Pero mi hija tuvo el privilegio de que él la cargara desde recién nacida. “Ella es fuerte”, decía al cargarla, “por eso me atrevo”. Hay varias fotos de esa primera navidad, del primer fin de año, ella en sus brazos, menos que un ramo de rosas en botón, asomando a la vida apenas en un vestido floreado.

Un mes antes de morir la miró con toda la sabiduría del amor y me dijo “la fuerza de la vida, unos vienen, otros nos vamos”.  Le dejó comprado el vestido de cumpleaños, ella se lo probó delante de él y lo modeló con un baile.

Mi hija lo rebautizó, lo adoró, gozó del mejor abuelo del mundo durante casi cinco años. Cada vez que comía algo rico, que pintaba algo especial, que aprendía una canción nueva, decía que iba a contárselo a su Babu. Desde el comienzo ella misma le puso el nombre. Llena de alegría y convencida de ser la nieta de un semidiós, jugaba con las palabras, y un buen día le gritó “Babu, babito, Babel”. Es el padre que prefiero recordar, ella enviándole todas las semanas besos, deseándole que soñara con ella, pensando en qué paleta le gustaría más; y él sin poder pasar nunca más de largo por un programa infantil televisivo sin pensar si a ella le gustaría, o salir de una tienda sin comprarle un peluche, una carterita, una revista, un libro.

El sábado le tuve que decir que el Babu había muerto. Quedó sin palabras. “Tal vez reviva para mi cumpleaños”, me dijo. Ayer me susurró que si hubiera un temblor, ella lo salvaría: levantaría con un brazo la cama del abuelo y no dejaría que nada le hiciera daño.


Adiós papá, señor del Absoluto, ¡Babu, Babito, Babel!

lunes, 7 de octubre de 2013

Cuando alguien lo dice antes y más claramente que tú, mejor citar completo lo dicho que glosarlo:

http://www.jotdown.es/2013/10/mujeres-con-hijo/

Mujeres con hijo

Publicado por 
Doris Lessing
Doris Lessing.
La otra cara de Mujeres sin hijo.
«Las madres no escriben, están escritas»Helene Deutsch. 
Cuando pensamos en una madre, en una buena madre, lo que nos devuelve la literatura es una mujer servicial, paciente y entregada al cuidado de su hijo. Del mismo modo que el amor o el sexo, la maternidad está idealizada en el arte, confundiendo a unos y desalentando a otras. ¿Por qué una buena madre está siempre relacionada con la renuncia a su propio empleo, a su vida, a su sexualidad y a sus tiempos? La madre de verdad, la madre que ama a su hijo, lo tiene que hacer por encima de todo y, lo más importante, de modo incondicional y a tiempo completo. Adrienne Rich es una de las primeras mujeres que nos alerta de algo: nadie ama todos los días, a todas horas. Nadie. Las madres tampoco. Por eso la imagen de maternidad y sacrificio, esa combinación diabólica, frustra a tantas mujeres ocupadas y contradictorias e imperfectas y, oh, humanas: esa madre no existe. Y no pasa nada porque no exista, no es ninguna deshonra, no es una acusación. Tranquilicémonos: las madres no quieren menos a sus hijos porque estén cansadas o sientan rabia (una rabia que los niños no comprenden de dónde viene), los hijos no son menos importantes porque sus madres —igual que sus padres— tengan otras ambiciones, otros intereses, otras ocupaciones: porque ellas, a veces, quieran perderlos de vista.
De eso, de reflexionar acerca de la madre modélica y oponerla a la madre real, trata Maternidad y creación, un libro de Moyra Davey en el que se recogen textos (relatos, pero también diarios, ensayos y memorias) de mujeres como Doris LessingJane LazarreMargaret Atwood o Toni Morrison. Confesiones de madres divididas entre el mundo y sus hijos, entre su vocación y su obligación como madre, entre su intimidad y el placer de la crianza. Lo que hace diferente esta edición de otras es que estas mujeres no quieren demostrar nada, no quieren dar ningún discurso. Son madres y son escritoras, y quieren hablar de ello, y quieren hacerlo honestamente, aunque la honestidad sea incómoda y políticamente incorrecta. Quieren hablar del otro lado, de la oscuridad, de la incomprensión y el aislamiento en el que te sume la maternidad, los primeros años del niño. Madres socialmente despreciables que no encajan con ese modelo de mujer al servicio de la casa, el marido y los niños.
El instinto, un enemigo
Doris Lessing, en Dentro de mí, habla de muchas de las contradicciones que vive la mujer joven fértil cuando está rodeada de mujeres jóvenes fértiles. En sus primeros años como madre, lo que reina es un cansancio absoluto. Es impactante leer a una mujer hablar de su hijo sin efusividad, sino desde un tono lento y una voz exhausta. Cuando la madre habla del niño, acostumbra a obviar los malos ratos, no se atreve a enumerar las decepciones, porque se la podrá malinterpretar, pasará al otro bando: el de las malas madres. Por eso, cuando Doris Lessing va a esas reuniones del té a las que acuden mujeres con sus hijos y los amamantan, siente tanto rechazo y, a un tiempo, la necesidad de acudir regularmente. Nos cuenta cómo esas mujeres, en confianza, reconocen que no quieren tener más hijos, que este —esa preciosa cabeza que se abalanza sobre su pecho para su toma— es el último, y cómo unos meses más tarde anuncian otro embarazo. «Una de ellas llega con un nuevo bebé, y allí está con su cosita, con la cabeza desplomada sobre el hombro de su madre. De repente, tu propio niño te parece enorme, incluso bruto. Recuerdas la dulce intimidad con el recién nacido. Seguramente dijiste: “Todavía no voy a tener otro bebé —o tal vez nunca más”, pero de pronto, con un bebé en los brazos, te vuelves “clueca” […] Las hormonas ya se han sobresaltado y tú estás fuera de juego. Pronto en una reunión del té, anunciarás: “¡Estoy embarazada!”». Pero esto no solo le ocurre a Doris Lessing, Adrienne Rich, después de muchos años, de tener hijos ya más independientes, se encuentra con una conocida que acaba de tener un bebé. Tras haber luchado —incluso con la esterilización después del tercer hijo— para recuperar su vida y su autonomía, ve al bebé y vuelve a sentir, por unos momentos, el deseo de tener uno.
El aislamiento de la madre
En uno de los textos más estremecedores del libro, Jane Lazarre habla de cómo poco a poco la madre va perdiendo identidad. Cómo la pierde consigo misma, con la sociedad y, lo que es peor, con otras madres. El primer síntoma es la pérdida del nombre: Jane ya no es Jane, sino la mamá de Benjamín. «Temblarán y temblaré mientras nos saludamos, y haremos algún comentario sobre el tiempo y algún otro sobre el bebé, y ninguno sobre nuestros maridos, que no volverán hasta que oscurezca para ayudarnos con los niños mojados, fríos, malhumorados, y tampoco ningún comentario sobre nosotras. Para unas y para otras, para los niños pequeños y para los padres ausentes, somos madres. Soy la madre de Benjamin y en breve le daré los buenos días a la madre de Matthew».
Vive en un complejo residencial y lo único que la conecta con el exterior de su casa es ese bebé que tiene, que no duerme toda la noche, a diferencia de los otros, y que tiene a su madre en permanente confusión. Pronto, en los primeros meses, se da cuenta de lo insatisfecha que se siente, de lo mucho que le gusta gritar «para no perder la fe en mi existencia». Esa existencia se ha ido evaporando hasta un punto extremo: Jane se pasa tres semanas vestida con una bata sucia, y se pregunta para qué se va a cambiar de ropa si cada tres horas va a tener que quitársela para dar de mamar y se va a manchar. Hasta que un día ve cómo otras jóvenes toman la misma actitud que ella, van mal vestidas, incluso por el complejo, y se asusta.
Digo que es un texto sobrecogedor porque, llegados a un punto de desesperación, una desesperación que no puede mostrar porque podría convertirse automáticamente en una mala madre…; bien, llegados a un punto de desesperación, Jane decide poner a prueba al resto de mujeres y les habla con honestidad: las incomoda con su mala actitud y su poca generosidad como madre. Se atreve a exteriorizar el horror, esa intensidad emocional, la insatisfacción, el cansancio, el ceder o no ceder a las necesidades del hijo. Y a partir de entonces, después de hacerlo con algunas de las madres, encuentra a alguien que la comprende, que la apoya y que siente exactamente lo mismo: una cómplice. Y de esa cómplice, otras, otras muchas que forman un grupo y se reúnen para hablar de todo aquello que esconde la maternidad, que los demás esconden de la maternidad y que existe. Anna, una de las mujeres del complejo, dice: «Ser madre es algo horrible. Arruina la relación con tu marido. Arruina tu vida. No puedes abandonarlos porque los quieres y cuando estás con ellos los odias. Yo era una buena enfermera. Muy competente. He cuidado de gente de todo el mundo. Dirigía una planta entera en Boston. Ahora soy madre, y significa que soy nada».
Adrienne Rich.
Adrienne Rich.
La contradicción, una intrusa en la convivencia
Sin embargo, en todo el libro, pocas veces podemos leer el arrepentimiento de la madre. Aunque hablen tan crudamente de sus hijos, de su vida, de su maternidad, de lo que sienten, eso no las convierte en peores. Viven en una constante contradicción, porque aunque aman a sus hijos, también los detestan. Aunque darían la vida por ellos, necesitan una propia en la que ellos no intervengan. Aunque desean pasar todo el tiempo con ellos, cuando están juntos se sienten encarceladas. Adrienne Rich, una de las más lúcidas de la antología, habla de que sus hijos «me causan el sufrimiento más exquisito que haya experimentado nunca. Se trata del sufrimiento de la ambivalencia: la alternancia mortal entre el resentimiento amargo y los nervios crecientes y salvajes, y la gratificación y la ternura más felices. […] Tal vez sea un monstruo —una antimujer—, un ser sin voluntad, dirigido y sin recurso para experimentar los consuelos normales atractivos del amor, la maternidad y la alegría en los demás».
Esa ambivalencia es común a todas las mujeres que hablan de la maternidad de un modo duro y vulgar, sin lugares comunes, con dosis de realismo. Muchas madres se quedan atrapadas en un perfil de madre incondicional, y confían en que si no se salen del estereotipo, no estarán fallando en nada. Por eso, cuando estas mujeres tienen ciertos pensamientos o sentimientos hacia sus hijos, se sienten monstruos, antimujeres, madres de cuentos para asustar a los niños. Hay tantas diferencias entre lo que se espera de ellas y lo que finalmente están dispuestas a dar, que se decepcionan consigo mismas. Pero nada más lejos de la realidad: se habla de resentimiento, pero también de gratificación.
Maternidad y creación: madres que escriben
Pero la antología va más allá. Además de relatos, en la última parte, también se habla de la maternidad desde el punto de vista creativo: la madre que escribe. Rich nos señala cómo la literatura suele tratar el drama del niño, desde el niño, y cómo las madres de las novelas acostumbran a ser personajes completos, redondos, que saben dónde está el bien y empieza el mal, qué se debe hacer. El niño vive en la incomprensión con unos padres que le han tocado, que no puede elegir, y olvidan que la madre vive igual que el hijo: tampoco ha elegido, también está confusa.
Por otra parte, como artistas, viven en una constante lucha contra el tiempo: el hijo o la literatura. «No sé si se trata de extrema lasitud del principio del embarazo o de algo más fundamental; pero en este último tiempo me inspira la poesía —tanto si la leo como si la escribo— no más que tedio e indiferencia, sobre todo la mía y la de mis contemporáneos más inmediatos»Adrienne Rich se aburre con la poesía, pero cuando la escribe, lo hace como mujer y no como madre. Sí, decide que, cuando pase ese tedio, cuando la poesía vuelva a interesarle, será su espacio y ahí no será la madre de nadie, no escribirá sobre hijos. Pero no importa, porque aunque no escriba sobre ellos, ellos están sobre la poesía, por encima, y cuando a medianoche tenga que despertarse porque alguno de sus hijos ha tenido una pesadilla o tiene sed, volverá a la cama con los ojos vidriosos de rabia, sabiendo que al día siguiente, cuando quiera volver a ese espacio en el que no es la madre de nadie, cuando quiera volver a la poesía, estará demasiado cansada.
Kate Kollwitz, entonces, determina algo: «Tal y como vosotros, niños de mi carne, habéis sido mis tareas, lo son también mis otras obras». Pero esas otras obras no reclaman tu atención, no al menos de una manera tan desbordante y absorbente, sin perdón. Liv Ullmann dice: «Intenta decirle a un niño que mamá está trabajando cuando el niño ve con sus propios ojos que su madre está sentada escribiendo… No me atrevo a poner música cuando estoy en el sótano escribiendo, no sea que arriba se crean que estoy holgazaneando»Se trata de mujeres que no trabajan, que se quedan en casa al cuidado de los niños y que intentan escribir: es decir, apenas traen dinero a casa. Y esa enorme responsabilidad que acarrea no ser económicamente solvente y tener tus deberes como mujer, anulan esa libertad para crear. Para poner unos horarios y para aislar la escritura de la vida doméstica, reconciliarlas, se necesita la osadía de Alicia Ostriker al preguntarse algo fundamental: «Que las mujeres deberían hacer bebés en lugar de hacer libros es la opinión de la civilización occidental. Que las mujeres deberían hacer libros en lugar de bebés es una variación sobre el mismo tema. ¿Es posible, o deseable, para una mujer, hacer ambas cosas?».
Esa es la gran pregunta: no tanto si es deseable, que ya sabemos que sí, sino si es posible. ¿Es posible que la mujer que no tiene hijos no se sienta egoísta (Mary Gaitskill), que la mujer que no atiende a los caprichos de un hijo no se sienta culpable (Ellen McMahon), que la mujer que escribe pueda hacerlo en un lugar adecuado y no frente al mar, como en el principio de El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf (Ursula Le Guin)? ¿Puede la mujer reconciliar lo doméstico, la maternidad, el buen matrimonio y el arte? Y una última pregunta que no hago yo, sino Julia Kristeva, y que quizá sea lo primero que debamos responder para después ocuparnos del resto de matices: ¿qué sabemos acerca del discurso interno de una madre?

domingo, 3 de marzo de 2013


Berrinches


“¡No lo puedo parar!”
Una masa de mocos  e hipos, espasmos y aullidos, en lugar de mi niña.
“¡Ayúdame, mamá!”
No quiso ponerse los calcetines que escogió la víspera. Le pican. Están aguados. Le quedan chicos. No le gusta el color. Tienen hilos.
Tenemos media hora para llegar a la escuela.
Cuando el Sr. Hyde era chico, su madre oiría lo mismo: “¡No lo puedo parar!” También el papá del Hombre Lobo, con el primer aullido: “¡ayúdame!”.
Mi hija tiene 4 años y 4 meses. Los berrinches se suceden desde hace al menos dos años. Entonces eran uno cada medio año. Luego, uno al mes.  El último año con más frecuencia y fuerza que nunca. Tres veces por semana. Tres veces al día. Tres veces por hora.
“Es una etapa de crecimiento, autoafirmativa, necesaria”, pienso, me digo, repito, trato de que realmente me parezca algo lógico. “Lo dicen los expertos”. Es algo físico.
Mi marido y yo nos doblamos de dolor de espalda y de garganta. Cuando no respondemos los gritos con gritos, nos contracturamos los hombros, nos da ciática.
Cinco minutos después, la niña es una fiesta, canta, no pasó nada. Media hora más tarde, llegamos a la escuela, somos los últimos. Yo no desayuné, tengo la espalda torcida, me tiemblan las piernas.
Todos los días, después de la transformación, mi hija es la más sabia. “No debo gritar: si unos calcetines no me gustan, pues los cambio, no pasa nada”.  Al día siguiente, dos días después, se repite.
Cuando en la tarde alguna persona me diga en la calle, “disfrútala ahora”, debería proyectarle sobre una pared esa escena de exorcismos matutinos. “El tiempo vuela”, proyección de cada berrinche, en close-up, volumen al máximo.
Mis primas, mis amigas, las hijas de mis amigas, las ex berrinchudas, son, por lo demás, excelentes personas, gente de bien. Simpáticas, talentosas, autosuficientes. Una etapa larguísima, pero que algún día, antes de la edad adulta, se acaba.
Sólo necesitamos la fórmula de los santos y las santas que resistieron los berrinches.
Y entonces unas madres y muchos padres dicen que jamás les pasó. “¿Ni una vez?”, “¡Nunca!”. Nos sentimos estafados.
Otros, viendo nuestra desesperación, hablan de berrinches con golpes autoinflingidos, contra las cosas, contra las personas, contra ellos. Que tenemos suerte de que sea niña y no haga eso.  Otros más, que los hacen en la calle, para que les compren algo. Para que haya público. No logramos consolarnos en la comparación.  
Nuestra hija, la verdad,  llega sólo a tirar lejos los calcetines en cuestión y maldecirlos. En casa. En su cuarto. Calibana que aprendió la lengua para maldecir a Próspero y su ropa que la someten. Muchas veces se calma con un abrazo.
Que aprenda a soportar la frustración, que la haga un arma para no conformarse y ser mejor, que se contenga, que sea feliz. Muchos días vemos cómo lo logra, cómo revierte los gritos en palabras. Cómo se regresa del umbral de no-poder-detenerlo a la tierra de la placidez.  Muchos días no lo logra sin subirse a la cresta de la ola del moco y los hipos; dejar que la revuelque, salir purificada. Que haya paciencia, que haya calma, que haya miel para la garganta, gárgaras, y masajes  y árnica para las contracturas. Que haya sonrisas de despedida que hagan olvidar lo peor de la mañana. Que haya besos curativos. Que los días aciagos pasen. No pidan que deseemos que no crezca. 

viernes, 31 de agosto de 2012

Habitar una piel

Cuando era niña me deleitaba cambiar de piel. Despellejada al sol o en los raspones de las rodillas contra el piso por una más de mis numerosas caídas, mi piel cambiaba. Las marcas blanquecinas de heridas viejas, tres puntos de sutura en la frente, el recuerdo de un paseo escolar que terminara con una rama clavada en el brazo; se sucedían con nuevas cicatrices rojizas en los nudillos, en las pantorrillas, en los brazos; semana a semana, mes a mes, año a año, mi piel hablaba, gritaba y susurraba su propia biografía de la manera más intensa, legible únicamente para la lectura cuidadosa que la repasara hasta descubrirla decidora de mucho más que los simples datos esperables de los ocho, nueve, diez años: nombre, edad, grado escolar en curso; allí había paseos, vacaciones, aventuras, accidentes, aprendizajes.
Más adelante, hubo constancia de nuevas adquisiciones: lunares y pecas, espinillas y barritos, cartografía mutante y a veces imborrable. Mucho después, estrías y quemaduras, manchas y marcas, a completar la hoja de vida del cuerpo que habito.
La piel de mi hija era hasta este año una vitela nueva. Sin marcas, tersura absoluta, espacio sin tocar por la escritura de la vida. Y entonces empezó, su cuarto año de vida, a marcarse con brutalidad: una quemadura de silicona caliente en el codo izquiedo. La rotura del labio hacia el costado derecho. Y sin embargo, después de tantas lágrimas suyas al momento, de tantos desvelos nuestros, al parecer es un cuerpo tan joven, una piel tan fresca, tan capaz de sanar y renovarse, que tampoco estos episodios  dejarán marcas definitivas.
Está habitando su piel, me digo,  y una parte de mí preferiría que siguiera de por vida sin una sola marca que recordara dolores o cambios. Está creciendo. Y ni los bloqueadores, ni las pomadas cicatrizantes, ni las cremas en que quiero conservarla, van a detenerla.
Lo más importante, ella empieza a leerse. La veo mirarse día con día, ávida de cambios; me muestra una marca de raspón, un enrojecimiento de apoyo, y dice deleitada: "¿ves? es sangre". Gira el brazo izquierdo y me muestra que se descubrió un lunar casi diminuto, y otro en el pliegue del brazo: "también tengo lunares". Y me regocijo verla convertirse en su primera lectora, reconocer la curiosidad y el orgullo con que mira primero las marcas y después los acontecimientos de su vida, verla apropiarse de la piel intocada que le di, y hacerla suya.